ESCALERA A LAS TINIEBLAS
Perdonarse
a sí mismo es lo más difícil que uno puede hacer y Teresa se negaba el
beneficio del perdón. Vacilante se detuvo ante el portal, mientras se dijo: —
hay cosas que una niña nunca olvida—. Finalmente decidió entrar, sus pasos
removieron el añoso polvo extendido sobre el suelo, apoyó la mano en el
carcomido pasamanos de madera de la barandilla,
sintiendo un vuelco en el corazón al ver el piano de tía Margarita arrinconado al pie de la
escalera, desmembrado con las tablas laceradas. Se acercó y acaricio sus
teclas.
Ascendió los siete peldaños que la separaban
del pequeño habitáculo que ocupó la portera (su madre) y tras la muerte de esta su padre. Volvió a
percibir el aroma de malta con leche del desayuno, se recreó viéndose reflejada
en el cristal por el cual sus padres vigilaban a todo aquel que entraba o salía
de la finca. En sus buenos tiempos, un edificio modernista de principios del
siglo xx, situado en la gran Vía Marqués del Turia. Ahora a Teresa se le
encogía el alma al comprobar su lamentable estado y maldijo de nuevo a tía Margarita por
dejárselo en herencia. Era como si quisiera regocijarse con su dolor desde el
más allá.
Siguió ascendiendo, pisando las desquebrajadas
baldosas de mármol de la escalera y rozando con sus dedos las descorchadas
paredes. Los recuerdos la asaltaron, cogiéndola de la mano para mostrarle un
pasado ya vivido. Un pasado que ella años atrás decidió enterrar en los
confines de la memoria, avanzó y toda ella en un bloque regresó al ayer, a un
día cualquiera de un caluroso mes de agosto en que comenzó todo.
Don
Rafael cura de Siete Aguas (su pueblo)
tras la malograda cosecha de Moscatel,
(por una plaga de langostas y la sequía de ese año) les consiguió el trabajo en
la portería. El sueldo era bajo, pero tenían la compensación de la pequeña
vivienda situada junto a la terraza donde los inquilinos de las viviendas
tendían sus ropas al sol.
A
Teresa le costó adaptarse. Su abuela materna por quien sentía devoción y sus amigos se habían quedado en el pueblo, ella era consciente de que no
volvería en mucho tiempo; su vida había cambiado. Asistía a un colegio para
señoritas, clases de bordado y costura. Por las tardes de seis a siete un
profesor particular de piano, gentileza de tía Margarita, rica propietaria de las viviendas sin hijos y
aburrida que tomó a Teresa como ahijada. El marido de tía Margarita nunca
estaba en casa era un hombre muy ocupado que regentaba la farmacia del Asilo de
San Juan de Dios, donde pasaba los días y alguna que otra noche, dejando
siempre sola a tía Margarita.
Dieciséis de marzo de mil novecientos
sesenta y siete, la calle huele a pólvora, buñuelos y chocolate, mis ojos se
humedecen al escuchar desde la cama la música de los pasacalles. El vestido de
fallera está colgado en el armario, mamá ha pasado muchas tardes cosiendo; de un retal que le regalo tía Margarita me ha hecho un bonito traje de
Valenciana y yo estoy enferma en la cama. Tengo fiebre, mucho dolor de cabeza y
unas pupas que me pican mucho por todo
el cuerpo. El medico dice que es la varicela, yo solo sé que quiero salir de
fallera y llevarle mi ramo de flores a la virgen.
Esa fue la primera vez que ocurrió
delante de mí, claro que los niños de ciertas cosas no nos enteramos. Eso dicen
los mayores.
Las tracas de la despertá habían cesado y el sonido de la música del
pasacalle empezaba a alejarse.
Llamé a papá, solo quería un poco de
consuelo, él no me oía, entre gritos y lágrimas seguí llamando a papa, él
seguía sin oír mis llantos. Estaba ocupado como descubrí más tarde al verlo abrazado a tía Margarita,
los dos se sorprendieron. Ella rápida,
reaccionó extendiendo sus manos mostrándome un bote de leche condensada,
papa le siguió el juego:
—Mira que detallé ha tenido tía
Margarita, ha venido a traerte un bote de leche condensada para que te pongas fuerte y te recuperes
pronto.
En ese momento no supe que decir. Desde
entonces todas las tardes merendé un buen trozo de pan con leche condensada y
chocolate en polvo.
Tía
Margarita no era mi tía en realidad, vivía en el tercero B; su marido
era farmacéutico y ella pasaba el día
sola en casa, ¡Bueno! Más en mi casa que en la suya; primero para que mamá le
arreglara bajos y entrara costuras;
todas las tardes se pasaban las horas
juntas en la portería. Yo creo
que se habían hecho amigas y por lo que sé también lo pensó mamá, luego cuando
mi madre enfermó, seguía viniendo a casa para echar una mano ¡Decía!, Poco a
poco se fue colando en nuestras vidas y conquistó a papá.
A
Teresa le resbalaban las lágrimas mientras se juzgaba implacable:—Yo
me di cuenta de todo, quise reaccionar
y me conformé con los dulces y
las carantoñas que me dieron. Desde las cuatro paredes de mi habitación yo veía y oía cosas, palabras cariñosas, besos
escondidos entre las sombras de los recodos de la casa. Cuando quise hablar,
nadie me creyó y todos me juzgaron, creyeron que mentía. Con el tiempo incluso
a mí me lo hicieron creer.
Los días fueron pasando, yo mejoré casi
al mismo tiempo que mamá enfermó, el médico no entendía lo que le ocurría.
—Es como una vela que se consume y muy poco a poco, se va apagando. —Decía Don Salvador, el
médico.
A mi madre le gustaban las historias y
yo, al regresar de la escuela soltaba la cartera de cuero con el plumín, el
lapicero, la goma de borrar y el cuaderno Rubio sobre la estera de la entrada y
corría al encuentro de mi madre con un tebeo que siempre era el mismo bajo el
brazo. Las historias me las inventaba, cada día le contaba una distinta. Mi
madre sonreía agradecida cuando al terminar
le besaba en la mejilla; luego salía de su habitación dirigiéndome al comedor donde en una esquina
de la mesa, sobre el mantel de hule que conservaba las migajas de la cena de la
noche anterior, me ponía a hacer los deberes.
Cuando terminaba encendía la radio y le
subía el volumen al máximo para que mamá pudiera desde la cama escuchar a Elena Francis, le
encantaba ese programa. Algunas veces me
bajaba a la portería a buscar a papá y como de costumbre él nunca estaba allí;
pegado con esparadrapo colgaba un cartel que ponía: Estoy limpiando la escalera.
La cosa es que yo siempre subía y bajaba
toda la escalera sin poder encontrarle.
A la hora de la cena tía Margarita traía una cacerola con hervido,
tortilla de patatas o sangre con cebolla; papá sacaba de la despensa un chusco de pan y
una botella de vino. Muy pocas veces cenábamos carne y era de caballo.
Los tres nos sentábamos a cenar, luego
con el último bocado de la cena, me mandaban a la cama. Desde dónde les
escuchaba susurrar y reír.
Tía Margarita, siempre antes de la cena
le daba a mamá un jarabe que debía saber muy mal porque ella se negaba a tomar y papá la obligaba, le decía que el marido de tía Margarita lo hacía para ella
en la farmacia. Un día a mí se me cayó al suelo un poco de
ese jarabe, Trueno, el gato que teníamos
lo lamió, tres días más tarde estaba muerto.
Yo me escribía cartas con mi abuelita a
la que echaba mucho de menos, ella siempre me contestaba, decía que me quería
mucho. Mi abuelita no sabía escribir por eso
Don Rafael (el cura) le escribía las cartas y ella firmaba con el dedo
por qué sabía que a mí me hacía mucha
gracia ver su dedo negro en un papel tan blanco. Un día al mes mi abuelita me
llamaba por teléfono, Don Rafael le dejaba usar el teléfono de la sacristía y
como sabia la hora y el día que me llamaría, iba a casa de tía Margarita y así
hablábamos, nos contábamos muchas cosas, ella del pueblo y mis amigos y yo de
mamá que ella echaba mucho de menos. Un día cuando estaba esperando sentada en
el sofá de terciopelo del salón la llamada de mi abuelita, le conté a tía
Margarita lo que le había pasado a Trueno.
— ¡Tía! —le dije muy seria.
—Dime, Teresita —así me llamaba ella.
—El gato se ha muerto.
— ¡Pero como que se ha muerto!
—Sí. La medicina de mamá cayó al suelo y
él lo lamio. Yo no sabía. Fue sin querer, la botella se me resbalo y el gato
estaba allí. ¿Tía Margarita tu no crees que esa medicina le hará daño a mamá?
—Niña eres Antoñita la Fantástica, deja ya de
inventarte historias. ¿Qué medicina dices?
— ¡Sí! La que le das todos los días
antes de cenar—. A tía Margarita le cambio la cara y yo sentí una punzada
cuando la oscuridad de sus ojos se posó en los míos.
Semanas después una mañana de lluvia, mi
abuela se presentó sin avisar. Papá se sorprendió al verla y le regañó por no
haber avisado. Él hubiera ido a la estación a recogerla; le dijo.
Mi abuela vino cargada con un chorizo,
un queso y varias morcillas; todo bien envuelto en papel de periódico y metido
en una vieja maleta de cartón con trinchas de cuero, donde también estaba bien
doblada su enagua y una muda.
Papá le dio las gracias por el embutido
y el queso, pero no dejó que se quedara a dormir y la llevó él mismo a la
estación donde se quedó sola en el andén esperando al tren. Lo sé porque me lo
contó una semana después en su carta. Si yo le hubiera dicho a mi abuelita lo del gato.
No lo hice. Tuve miedo a mí me gustaba estar con tía Margarita, ella
nunca me castigaba, su casa era grande y bonita; por las tardes cuando me sentaba en el
taburete de terciopelo y acariciaba las teclas de su piano me sentía como una
princesa, su música era las trompetas de mi castillo.
Unos días más tarde moría mamá. Yo
llegué cuando ya era de noche a casa, papá me había dicho que pasaría a
recogerme al catecismo, le estuve esperando sentada en un banco de la iglesia, hasta que el sacristán tuvo que cerrar.
Las
nueve y sereno escuche decir cuando me acerqué a él. — ¡Niña!, ¿dónde vas a
estas horas tu sola?, ¡Hace frio! Me dijo y se subió las solapas de su abrigo;
sus llaves tintineaban al golpearse entre sí. No recuerdo su nombre, siempre le llamábamos sereno, me acompañó
hasta el patio y se marchó a seguir su ronda. Yo como hacía cada día al llegar a
casa fui corriendo al cuarto de mamá. El
baño estaba al principio del estrecho pasillo, entre mi habitación y la suya,
la puerta estaba abierta y desde fuera pude ver a mi padre sentado sobre la
taza del wáter mirando a mamá mientras
movía su mano sosteniendo su navaja de afeitar. También yo mire a mamá su
cabeza descansaba sobre el borde de la bañera
y su brazo izquierdo sobresalía extendido como si quisiera alcanzar a
papá, que permanecía inmóvil a su lado.
Me quedé apoyada en el marco de la
puerta observando como a mi madre se le escurría por la mano un reguero de
sangre que llegaba hasta el suelo, sentí que todo mi pequeño mundo se hundía
bajo mis pies, no lograba comprender y aún así mis entrañas se desgarraban. Esa
imagen quedó grabada para siempre. Después todo cambio.
Tía Margarita llegó en ese momento. Me
abrazó y lloré en su hombro como nunca lo había hecho. La guardia civil y una
ambulancia se llevaron a mi madre, el entierro fue un día de lluvia; yo me
quede sola en casa sin poder decirle adiós.
Tía margarita seguía trayendo comida a
casa y por las tardes hacia la siesta con papá, un día el marido de tía
Margarita se puso enfermo y no encontrándola en su casa, subió a la mía a
preguntar a papá si tenía algún recado para él, fue ella quien abrió la puerta
abrochándose la blusa y recolocando la falda, a partir de entonces llegaron
días grises, la gente murmuraba.
La
oscuridad de la noche empezaba a llenar los rincones de la casa mientras Teresa
frente a la puerta del baño se decía: Sigo sin saber si mamá
se cortó las venas, si papá la mató o tía Margarita la enveneno, pero siempre
he sabido que los dos fueron culpables. Yo no hice nada, fui muy cobarde, callé,
por eso jamás alcanzaré la paz.
Las
lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras sus manos se asían con fuerza
a la carcomida madera del pasamano y la punta de su zapato se apoyaba en la
oxidada forja. Teresa cayó al vacío, su cuerpo quedó sobre el maltrecho piano
que con el impacto dio su última nota, solo para ella.