viernes, 28 de octubre de 2016


ESCALERA A LAS TINIEBLAS





Perdonarse a sí mismo es lo más difícil que uno puede hacer y Teresa se negaba el beneficio del perdón. Vacilante se detuvo ante el portal, mientras se dijo: — hay cosas que una niña nunca olvida—. Finalmente decidió entrar, sus pasos removieron el añoso polvo extendido sobre el suelo, apoyó la mano en el carcomido pasamanos de madera de la barandilla,  sintiendo un vuelco en el corazón al ver el piano de  tía Margarita arrinconado al pie de la escalera, desmembrado con las tablas laceradas. Se acercó y acaricio sus teclas.

 Ascendió los siete peldaños que la separaban del pequeño habitáculo que ocupó la portera (su madre)  y tras la muerte de esta su padre. Volvió a percibir el aroma de malta con leche del desayuno, se recreó viéndose reflejada en el cristal por el cual sus padres vigilaban a todo aquel que entraba o salía de la finca. En sus buenos tiempos, un edificio modernista de principios del siglo xx, situado en la gran Vía Marqués del Turia. Ahora a Teresa se le encogía el alma al comprobar su lamentable estado y  maldijo de nuevo a tía Margarita por dejárselo en herencia. Era como si quisiera regocijarse con su dolor desde el más allá.

 Siguió ascendiendo, pisando las desquebrajadas baldosas de mármol de la escalera y rozando con sus dedos las descorchadas paredes. Los recuerdos la asaltaron, cogiéndola de la mano para mostrarle un pasado ya vivido. Un pasado que ella años atrás decidió enterrar en los confines de la memoria, avanzó y toda ella en un bloque regresó al ayer, a un día cualquiera de un caluroso mes de agosto en que comenzó todo.

Don Rafael cura de Siete Aguas (su  pueblo) tras la malograda cosecha  de Moscatel, (por una plaga de langostas y la sequía de ese año) les consiguió el trabajo en la portería. El sueldo era bajo, pero tenían la compensación de la pequeña vivienda situada junto a la terraza donde los inquilinos de las viviendas tendían sus ropas al sol.

A Teresa le costó adaptarse. Su abuela materna por quien sentía devoción  y sus amigos se habían quedado  en el pueblo, ella era consciente de que no volvería en mucho tiempo; su vida había cambiado. Asistía a un colegio para señoritas, clases de bordado y costura. Por las tardes de seis a siete un profesor particular de piano, gentileza de tía Margarita,  rica propietaria de las viviendas sin hijos y aburrida que tomó a Teresa como ahijada. El marido de tía Margarita nunca estaba en casa era un hombre muy ocupado que regentaba la farmacia del Asilo de San Juan de Dios, donde pasaba los días y alguna que otra noche, dejando siempre sola a tía Margarita.



Dieciséis de marzo de mil novecientos sesenta y siete, la calle huele a pólvora, buñuelos y chocolate, mis ojos se humedecen al escuchar desde la cama la música de los pasacalles. El vestido de fallera está colgado en el armario, mamá ha pasado muchas tardes  cosiendo; de un retal que le regalo tía  Margarita me ha hecho un bonito traje de Valenciana y yo estoy enferma en la cama. Tengo fiebre, mucho dolor de cabeza y unas  pupas que me pican mucho por todo el cuerpo. El medico dice que es la varicela, yo solo sé que quiero salir de fallera y llevarle mi ramo de flores a la virgen.

Esa fue la primera vez que ocurrió delante de mí, claro que los niños de ciertas cosas no nos enteramos. Eso dicen los mayores.

Las tracas de la despertá  habían cesado y el sonido de la música del pasacalle empezaba a alejarse.

Llamé a papá, solo quería un poco de consuelo, él no me oía, entre gritos y lágrimas seguí llamando a papa, él seguía sin oír mis llantos. Estaba ocupado como descubrí  más tarde al verlo abrazado a tía Margarita, los dos se sorprendieron. Ella rápida,  reaccionó extendiendo sus manos mostrándome un bote de leche condensada, papa le siguió el juego:

—Mira que detallé ha tenido tía Margarita, ha venido a traerte un bote de leche condensada  para que te pongas fuerte y te recuperes pronto.

En ese momento no supe que decir. Desde entonces todas las tardes merendé un buen trozo de pan con leche condensada y chocolate en polvo.

Tía  Margarita no era mi tía en realidad, vivía en el tercero B; su marido era farmacéutico  y ella pasaba el día sola en casa, ¡Bueno! Más en mi casa que en la suya; primero para que mamá le arreglara  bajos y entrara costuras; todas las tardes se pasaban las horas  juntas  en la portería. Yo creo que se habían hecho amigas y por lo que sé también lo pensó mamá, luego cuando mi madre enfermó, seguía viniendo a casa para echar una mano ¡Decía!, Poco a poco se fue colando en nuestras vidas y conquistó a papá.

A Teresa le resbalaban las lágrimas mientras se juzgaba implacable:—Yo me di cuenta de todo, quise reaccionar  y  me conformé con los dulces y las carantoñas que me dieron. Desde las cuatro paredes de mi habitación  yo veía y oía cosas, palabras cariñosas, besos escondidos entre las sombras de los recodos de la casa. Cuando quise hablar, nadie me creyó y todos me juzgaron, creyeron que mentía. Con el tiempo incluso a mí me lo hicieron creer.

Los días fueron pasando, yo mejoré casi al mismo tiempo que mamá enfermó, el médico no entendía lo que le ocurría.

—Es como una vela que se consume y  muy poco a poco,  se va apagando. —Decía Don Salvador, el médico.

A mi madre le gustaban las historias y yo, al regresar de la escuela soltaba la cartera de cuero con el plumín, el lapicero, la goma de borrar y el cuaderno Rubio sobre la estera de la entrada y corría al encuentro de mi madre con un tebeo que siempre era el mismo bajo el brazo. Las historias me las inventaba, cada día le contaba una distinta. Mi madre sonreía agradecida cuando al terminar  le besaba en la mejilla; luego salía de su habitación  dirigiéndome al comedor donde en una esquina de la mesa, sobre el mantel de hule que conservaba las migajas de la cena de la noche anterior, me ponía a hacer los deberes.

Cuando terminaba encendía la radio y le subía el volumen al máximo para que mamá pudiera  desde la cama escuchar a Elena Francis, le encantaba ese programa.  Algunas veces me bajaba a la portería a buscar a papá y como de costumbre él nunca estaba allí; pegado con esparadrapo colgaba un cartel que ponía: Estoy limpiando la escalera.

La cosa es que yo siempre subía y bajaba toda la escalera sin poder encontrarle.  A la hora de la cena tía Margarita traía una cacerola con hervido, tortilla de patatas o sangre con cebolla;  papá sacaba de la despensa un chusco de pan y una botella de vino. Muy pocas veces cenábamos carne y era de caballo.

Los tres nos sentábamos a cenar, luego con el último bocado de la cena, me mandaban a la cama. Desde dónde les escuchaba susurrar  y reír.

Tía Margarita, siempre antes de la cena le daba a mamá un jarabe que debía saber muy mal porque ella se negaba  a tomar y papá la obligaba, le decía que  el marido de tía Margarita lo hacía para ella en  la farmacia.  Un día a mí se me cayó al suelo un poco de ese jarabe,  Trueno, el gato que teníamos lo lamió, tres días más tarde estaba muerto.

Yo me escribía cartas con mi abuelita a la que echaba mucho de menos, ella siempre me contestaba, decía que me quería mucho. Mi abuelita no sabía escribir por eso  Don Rafael (el cura) le escribía las cartas y ella firmaba con el dedo por qué sabía que  a mí me hacía mucha gracia ver su dedo negro en un papel tan blanco. Un día al mes mi abuelita me llamaba por teléfono, Don Rafael le dejaba usar el teléfono de la sacristía y como sabia la hora y el día que me llamaría, iba a casa de tía Margarita y así hablábamos, nos contábamos muchas cosas, ella del pueblo y mis amigos y yo de mamá que ella echaba mucho de menos. Un día cuando estaba esperando sentada en el sofá de terciopelo del salón la llamada de mi abuelita, le conté a tía Margarita lo que le había pasado a Trueno.

— ¡Tía! —le dije muy seria.

—Dime, Teresita —así me llamaba ella.

—El gato se ha muerto.

— ¡Pero como que se ha muerto!

—Sí. La medicina de mamá cayó al suelo y él lo lamio. Yo no sabía. Fue sin querer, la botella se me resbalo y el gato estaba allí. ¿Tía Margarita tu no crees que esa medicina le hará daño a mamá?

 —Niña eres Antoñita la Fantástica, deja ya de inventarte historias. ¿Qué medicina dices?

— ¡Sí! La que le das todos los días antes de cenar—. A tía Margarita le cambio la cara y yo sentí una punzada cuando la oscuridad de sus ojos se posó en los míos.

Semanas después una mañana de lluvia, mi abuela se presentó sin avisar. Papá se sorprendió al verla y le regañó por no haber avisado. Él hubiera ido a la estación a recogerla; le dijo.

Mi abuela vino cargada con un chorizo, un queso y varias morcillas; todo bien envuelto en papel de periódico y metido en una vieja maleta de cartón con trinchas de cuero, donde también estaba bien doblada su enagua y una muda.

Papá le dio las gracias por el embutido y el queso, pero no dejó que se quedara a dormir y la llevó él mismo a la estación donde se quedó sola en el andén esperando al tren. Lo sé porque me lo contó una semana después en su carta. Si yo le hubiera dicho a mi abuelita  lo del gato.  No lo hice. Tuve miedo a mí me gustaba estar con tía Margarita, ella nunca me castigaba, su casa era grande y bonita;  por las tardes cuando me sentaba en el taburete de terciopelo y acariciaba las teclas de su piano me sentía como una princesa, su música era las trompetas de mi castillo.

Unos días más tarde moría mamá. Yo llegué cuando ya era de noche a casa, papá me había dicho que pasaría a recogerme al catecismo, le estuve esperando sentada en un banco de la iglesia,  hasta que el sacristán tuvo que cerrar.

 Las nueve y sereno escuche decir cuando me acerqué a él. — ¡Niña!, ¿dónde vas a estas horas tu sola?, ¡Hace frio! Me dijo y se subió las solapas de su abrigo; sus llaves tintineaban al golpearse entre sí. No recuerdo su nombre,  siempre le llamábamos sereno, me acompañó hasta el patio y se marchó a seguir su ronda. Yo como hacía cada día al llegar a casa fui corriendo al cuarto de mamá.  El baño estaba al principio del estrecho pasillo, entre mi habitación y la suya, la puerta estaba abierta y desde fuera pude ver a mi padre sentado sobre la taza del wáter  mirando a mamá mientras movía su mano  sosteniendo  su navaja de afeitar. También yo mire a mamá su cabeza descansaba sobre el borde de la bañera  y su brazo izquierdo sobresalía extendido como si quisiera alcanzar a papá, que permanecía inmóvil a su lado.

Me quedé apoyada en el marco de la puerta observando como a mi madre se le escurría por la mano un reguero de sangre que llegaba hasta el suelo, sentí que todo mi pequeño mundo se hundía bajo mis pies, no lograba comprender y aún así mis entrañas se desgarraban. Esa imagen quedó grabada para siempre. Después todo cambio.

Tía Margarita llegó en ese momento. Me abrazó y lloré en su hombro como nunca lo había hecho. La guardia civil y una ambulancia se llevaron a mi madre, el entierro fue un día de lluvia; yo me quede sola en casa sin poder decirle adiós.

Tía margarita seguía trayendo comida a casa y por las tardes hacia la siesta con papá, un día el marido de tía Margarita se puso enfermo y no encontrándola en su casa, subió a la mía a preguntar a papá si tenía algún recado para él, fue ella quien abrió la puerta abrochándose la blusa y recolocando la falda, a partir de entonces llegaron días grises, la gente murmuraba.

La oscuridad de la noche empezaba a llenar los rincones de la casa mientras Teresa frente a la puerta del baño se decía: Sigo sin saber si mamá se cortó las venas, si papá la mató o tía Margarita la enveneno, pero siempre he sabido que los dos fueron culpables. Yo no hice nada, fui muy cobarde, callé, por eso jamás alcanzaré la paz.

Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras sus manos se asían con fuerza a la carcomida madera del pasamano y la punta de su zapato se apoyaba en la oxidada forja. Teresa cayó al vacío, su cuerpo quedó sobre el maltrecho piano que con el impacto dio su última nota, solo para ella.








jueves, 20 de octubre de 2016

                                               PÉTALOS DE AIRE

Las flores amarillentas y secas de un martes  de eneroentre las páginas de un libro me esperaban ansiosas para recordarme tus besos, tus caricias; pero también tus reproches y  tus gritos.
Abrí el libro rescatando aquellas rosas de las hojas de papel que las oprimían. Con cuidado acaricie sus pétalos y uno a uno los fui desprendiendo. Mientras lo hacía pensaba en ti. 
Después las arrojé a la basura y con ellas cualquier huella de tu recuerdo.

viernes, 14 de octubre de 2016


                                              AMELIA

 Poco antes de que los domingos fueran amargos las risas llenaban los rincones de la casa, aun cuando no se pudiera salir.  
La lluvia en diciembre y enero acostumbraba a caer en la sierra donde teníamos la casita y pasábamos las vacaciones de Navidad; eran días felices en los qué Amelia al despertar cada mañana corría arrastrando su osito de peluche que sujetaba por la oreja en su pequeña mano, desde  mi cama oía el eco de sus pasos, sabía que se acercaba y me escondía  bajo las sábanas para sorprenderla al subirse a nuestra cama; después cosquillas, risas y juegos  llenaban nuestro tiempo.
Tardamos años en ser padres. Fueron tiempos duros de pruebas y tratamientos,  mientras nuestras esperanzas se frustraban pero, cuando ya lo dimos todo por perdido, llegó Amelia y a pesar de no haberla llevado en mis entrañas la siento muy mía. Hace seis meses le detectaron cáncer; las lágrimas llenaron los espacios mientras el dolor nos recorría el alma.
Otra vez pruebas y tratamientos; mi medula no sirve, necesita un donante.
Mientras esperamos, me niego a rendirme. Sujeto su mano intentando darle toda mi fuerza para que tampoco ella se rinda. Miro su cara, reflejo de inocencia dónde apenas se dibuja una sombra de dolor.
Como ella en la sala hay otros niños, valientes, con ganas de crecer, de jugar y ser amados

viernes, 7 de octubre de 2016

                                           ALZARSE A VOLAR

Se acercaba la fecha de su cumpleaños: —Unas zapatillas para bailar, —pidió la niña.
La madre fue de tienda en tienda, buscando unas zapatillas para bailar. Nadie sabía cómo podrían ser.
Preguntó también a zapateros, tampoco ellos entendían: ¿De piel de oveja?, ¿De vaca quizás?, ¿Con plumas de ganso o alas de mariposa?, ¡Para así poder volar! —Le decían—,la madre frustrada, pidió a la niña que bailara.
La niña apoyada en la pared, levantó un brazo arqueándolo con gracia sobre su cabeza y puso sus pies en puntillas acariciando el aire. Su cara se ilumino.
La madre la miró con admiración,  fijándose en sus pies en los que parecía tener pequeñas alas queriéndola  empujar balanceándola hasta el cielo. Con cada Plie, Relevé y Tourner la niña sonreía satisfecha. La madre la miro y la miro, hasta fijarse en la punta de sus pies; en ellos se veían marcadas heridas comprendió entonces como debían ser las zapatillas con las que la niña podría alzarse a volar.